2013, 3 de abril. El Independiente de Cádiz.
El origen de la democracia está íntimamente ligado al ágora, a la plaza pública. La democracia que significa el gobierno del pueblo se ejercía desde el ágora con la participación directa de la gente en la calle.
Vivimos hoy en sociedades enormemente complejas en las que la delegación de la representación de los intereses ciudadanos es insoslayable. El problema surge cuando la delegación de la representación deja de estar al servicio de los representados y adquiere dinámicas autónomas al servicio de castas políticas que se constituyen con intereses propios y de determinados grupos de poder.
El desprecio a la ciudadanía se convierte en regla de conducta, la corrupción está servida, las personas dejan de ser importantes, la idolatría al mercado es la nueva religión y la subordinación a grandes intereses ideológicos, culturales y, sobre todo económicos, dominantes en la sociedad, marca la agenda de quienes recibieron en delegación la representación del pueblo.
Una delegación a través del voto, como única forma de ejercicio de la democracia, que queda cuestionada. La democracia pierde su legitimidad de origen, se desvirtúa y en suma resulta secuestrada.
La vuelta al ágora, a la plaza pública, adquiere una nueva vida, una nueva dimensión. Las fórmulas de participación directa devienen en indispensables. Fórmulas que no cuestionan la democracia, sino que la sirven. Fórmulas siempre necesarias para una democracia no solo representativa sino además participativa, de urgencia imprescindible, que además está en las conciencias y en la calle. Se trata de salvar la democracia y no de enterrarla.
Pero la calle, el ágora pública, también pretenden quitárnosla. Ya lo dijo Fraga en la prehistoria: ¡la calle es mía!
Y se multiplican las voces que siguen esa estela para enajenar la calle. Lo proclamó Cifuentes, la nueva lideresa del palo y tente tieso, pregonando la necesidad de “modular” el derecho a la manifestación. Lo anunció Gallardón, a la sazón Ministro de las Injusticias, que ya incluía en el Código Penal conductas participativas de rebeldía. Lo reflejan el intento de aplicación de reglamentos u ordenanzas, que no son sino regulaciones, y que no pueden estar por encima ni conducir a cercenar derechos fundamentales.
No hay que irse muy lejos. Ordenanzas que limitan los derechos ciudadanos al uso del espacio público como la de El Puerto de Santa María, que parten de un concepto de convivencia que es sinónimo de perseguir, criminalizar, invisibilizar a quienes molestan. Exigencias de regulación para expulsar de la vía pública a quienes intentan buscarse la vida en tiempos de crisis, como en Puerto Real. Identificaciones policiales a personas de rasgos faciales diferentes, condenadas por el Tribunal de Derechos Humanos Europeo, pero aplicadas con amplitud indiscriminada en nuestra provincia. Actuaciones policiales bochornosas como las del carnaval chiquito en Cádiz.
Pero, claro, nuestro Subdelegado del Gobierno, Javier el prohibidor, fiel reflejo de esta corriente autoritaria y represiva que pretende criminalizar la disidencia, considera que autoriza demasiadas manifestaciones. Y nos proporciona datos de las protestas que, nos informa, se han incrementado sensiblemente, con lo que al fin y al cabo lo único que nos viene a demostrar es el desapego democrático ante tanta injusticia como sufre la gente.
La limitación de libertades, la prohibición de actividades, la restricción del uso de los espacios públicos y la criminalización de la disidencia a las que aquí nos estamos refiriendo, tratan de ocultar los problemas reales, dinamitar la protesta social y desprestigiar toda forma de participación democrática que vaya más allá del voto cada cuatro años.
Es de rigor preguntarse cuáles son las alternativas que han dejado para poder reclamar justicia y dignidad a personas condenadas a la exclusión más sangrante. Las grandes movilizaciones, pese a nuestro Javier prohibidor, son un factor esencial de participación y recuperación del protagonismo ciudadano que se intenta enterrar. El “escrache”, la información y exigencia de responsabilidad a quienes teóricamente nos representan, ante sus sordos oídos y sus comportamientos autistas, no son sino una sana acción democrática, porque les recuerda pacíficamente el sufrimiento que causan a muchísima gente con las políticas que votan alegre y disciplinadamente en el Parlamento. El “escrache” se convierte así no sólo en un medio para reivindicar justicia, sino en un actor de recuperación de la democracia originaria: el ágora, la plaza pública, la gente en la calle, que plantea, que exige y que remueve conciencias.
Finalmente, en la defensa de los derechos y la dignidad, ante la corrupción y el secuestro de la vida pública, a todos y a todas nos han obligado a ser “escrachistas”.