2007, 28 de diciembre.
Finalizamos el año con otro más de los discursos catastróficos a los que jerarquía católica nos tiene acostumbrados. “Nos dirigimos a la disolución de la democracia” (Agustín García-Gasco) o “En toda Europa los gobiernos ateos y laicos pretenden destruir a la familia” (Kiko Argüello).
Su visión tremendista de la disoluta sociedad española no es nada nueva. Y además tienen todo el derecho del mundo a hacer propaganda y manifestarse defendiendo su concepción de la familia. Pero, en su cruzada para forzarnos al resto de la sociedad a comulgar con sus rancios valores morales, resultó como menos chocante que acudieran en auxilio de la Constitución y de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que, como muy bien dijo Rouco Varela, cumple 60 años.
Uno tiende a reaccionar cuestionando la legitimidad de la jerarquía católica para hablar de derechos humanos. No resulta casual que la Iglesia sea de una de las organizaciones sociales en las que menos se respetan la Constitución y los Derechos Humanos, en la que la libertad de expresión es negada, la democracia interna inexistente y la disidencia expulsada. Una organización en la que la discriminación de la mujer responde al parecer a un mandato divino.
Legitimidad cuestionada también por su renuencia a distanciarse todavía hoy del franquismo. O por la increíble incapacidad para condenar tajantemente la pena de muerte. Tampoco resulta muy edificante su “comprensión” de los abusos sexuales sobre los menores, provocadores según parece de los más bajos instintos. Podríamos hablar de la doble moral, del intento de imponernos al resto de la sociedad sus valores o de la hipocresía que es casi patrimonio histórico de la jerarquía católica.
Pero esa reacción no nos despeja la duda. Con legitimidad o sin ella… ¿tiene razón la Iglesia cuando reclama estentóreamente que los derechos humanos están siendo violentados, que se están degradando, por las leyes en el ámbito de la familia?
Sin duda estamos de acuerdo en que tanto la Constitución como la DUDH proclaman claramente el deber de los estados de proteger a la familia, fundamental en toda sociedad. El problema es que la Iglesia concibe una única forma de familia, la que ellos, posiblemente con poco rigor, llaman “familia cristiana”. Y más problema aún es que pretendan que esa única forma familiar sea impuesta al resto de la sociedad. Nadie quiere obligar a nadie a que se case con otra persona del mismo sexo. Pero tampoco se debe obligar a que el matrimonio sea necesariamente, como pretende la Iglesia, únicamente entre personas de distinto sexo.
En realidad lo que cuestiona la Iglesia es la libertad de las personas para establecer las relaciones que deseen sin más límite que la voluntariedad y el obligado respeto de la dignidad de las personas. Más allá de la libertad personal, vienen a decir en contradicción con el fundamento mismo de toda sociedad democrática, está la ley de Dios. Como en el más profundo Medioevo. Y esa ley o voluntad divina (que son ellos por cierto los encargados de descifrar y proclamar) lleva naturalmente a negarse al divorcio (¿quién obliga a nadie a divorciarse?), a la investigación de las células madre o al derecho a morir dignamente.
No cabe duda que el derecho de la mujer a la interrupción del embarazo es un tema no poco polémico. Por ello, como todos los derechos, debe estar regulado. Y no existe nada que impida su regulación en ninguna de las declaraciones de protección de derechos fundamentales o en las Constituciones de los países democráticos. De hecho, es preciso avanzar en la legislación actual para evitar los problemas y el sufrimiento para tantas mujeres que desean, siempre en una decisión muy difícil, terminar con su embarazo.
A la iglesia le resulta intolerable que en España avancemos (que todavía por desgracia no lo es) hacia un Estado laico. Laico no significa estar en contra de las religiones. Significa simplemente reconocer y respetar la libertad de conciencia (que es más amplia incluso que la libertad religiosa). Es también la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley sin discriminación, pero también sin privilegios. La laicidad implica, la total separación de la religión del Estado en los ámbitos político y jurídicos. Y, finalmente, supone también una acción beligerante del Estado a favor de la tolerancia y el diálogo intercultural e interreligioso.
Pues ser neutral ante las religiones no significa en ningún caso que el Estado no deba actuar a favor y movido por valores morales como los reconocidos en Declaración Universal de Derechos Humanos, como la libertad, la igualdad o la justicia.
Pero estas argumentaciones también tienen su límite. Porque en realidad, en el fondo, no nos engañemos, la Iglesia no está denunciando degradación de derechos, sino reclamando conservar sus privilegios y ampliarlos en lo posible, y claro que nos tapemos los ojos ante las más que evidentes violaciones de los derechos humanos que se producen en su propio interior y en sus intentos de imposición antidemocrática.
Lo que resulta irritante es que el Gobierno mantenga esos privilegios, inaceptables para cualquier confesión religiosa en una sociedad razonablemente laica y democrática. Que no ponga en el orden del día democrático la derogación del Concordato con el Vaticano por ejemplo. Uno podría entender (aunque en absoluto compartir) que se tratara de una estrategia de apaciguamiento en tiempo de tempestad para evitarse nuevos frentes de desgaste electoral. Pero, señor, incluso así, visto lo visto, “para poca salud, ninguna”
Tiene razón la Iglesia. En España hay todavía no pocas violaciones de los derechos humanos. Pero no son las que ellos denuncian. Y nunca vemos a esos obispos manifestarse en defensa de las víctimas que las padecen.