2003, 10 diciembre
El 10 de diciembre la Declaración Universal de los Derechos Humanos cumple 55 años. Y seguro que a muchos les suena a gastado el insistir en que, para la mayoría de la humanidad, para millones de personas en el mundo, los Derechos Humanos siguen siendo tan sólo un ideal o una esperanza.
Impera entre nosotros la conciencia satisfecha, que ocasionalmente tranquilizamos con una aportación caritativa para los grandes desastres humanitarios que asolan este transito milenario. La desgracia lejana es eso, lejana, y por tanto menos desgracia. Y la cercana, mejor hacer como si no existiera, corriendo un tupido velo tejido con muchos “mirar hacia otro lado”.
Por ello tal vez sea útil, llegado un aniversario de esta naturaleza, recordar lo que frecuentemente se nos olvida: que no hay que irse tampoco demasiado lejos; que basta observar a nuestro alrededor, cerca de nuestra casa, en nuestro barrio; que, sin demasiado esfuerzo, con sólo mirar con los ojos de ver de verdad, sabremos apreciar la desgracia, la pobreza, la exclusión social y la marginación, que conviven a nuestro lado codo con codo con el despilfarro, la indiferencia y el egoísmo mas descarnado.
Los cientos de miles de pobres en nuestra tierra, los inmigrantes sin pape-les y las muertes en el estrecho, el paro y la precariedad, los “sin techo”, los graves problemas de vivienda, los menores y los mayores, las personas discapacitadas, la violencia contra las mujeres, los jóvenes sin futuro, nuestros barrios marginados, etc… son algunas de las caras que hoy presenta la exclusión.
Incluso, muy cerca de nosotros, a tiro de piedra de excursión dominical, hay sitios en los que todavía hoy hablar de derechos humanos continúa siendo una ironía y una burla descarada. Se trata de las cárceles. La Declaración Universal que ya superó el medio siglo, se detiene impotente frente a los muros de la prisión.
La cadena de la exclusión social acaba casi siempre tras los barrotes de una celda. Al castigo de la pérdida de libertad ocasionada en un 90% por delitos menores contra la salud (o sea relacionados con la droga) se unen en las prisiones condiciones lamentables, droga, sida y sufrimientos de to-do tipo, maltratos y vejaciones que atentan a la dignidad esencial de las personas. Una espesa cadena que muchas veces sólo la muerte es capaz de romper.
Los presos han sido condenados a la pérdida de libertad. Con todo lo que significa eso. Pero no han sido condenados a ser vejados o maltratados; a ver reducidos “todos” sus teóricos derechos a nada; a ser tratados con la mas absoluta impunidad.
Quien la hace la paga y basta, nos vienen a decir mucha gente y repiten incansables los propios encargados de los presos. Para ellos reinserción sólo es una palabra a usar en algún seminario, pero en la que no creen. Tal vez por eso miles de presos andaluces tienen que cumplir condena alejados de su entorno y de sus familias, añadiendo a las mismas, penalidades y sufrimientos sin cuento.
La fugacidad es la norma. No nos gusta detenernos a considerar y a ponderar. Nos molesta mirar de frente. Mas aún cuando lo que pasa en las prisiones está protegido por un espeso muro de silencio y de complicidad.
Lo ha denunciado el Defensor del pueblo -el andaluz y el estatal-; lo ha ratificado el Tribunal Supremo; lo dice Amnistía Internacional; lo reconocen informes internos de los ministerios… pero ¿Quién les hace caso?
Que en las cárceles de este país se violan gravemente los derechos huma-nos de los presos es ya mas que una evidencia. Y nadie es capaz de hacer nada frente al poderoso sistema carcelario-policial.
Quizás por eso, llegada la hora de conmemorar 55 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, puede ser útil que este año lo dediquemos en gran parte a esas personas a las que un sistema profundamente injusto encerró, tiró la llave y se olvidó de ellas.