2003, 16 febrero.
El mundo lanzó el día 15 de febrero un mensaje elocuente y unánime a los gobiernos que tan soberbiamente se creen con derecho a administrar la paz y la guerra al arbitrio de sus intereses. En todos los idiomas, un lema imponente y sencillo resumió la conciencia colectiva y avanzó como una marea solidaria por los husos horarios del planeta; no a la guerra.
De cómo se llegó a la masa crítica que fundió en un solo grito la protesta, correrán ríos de tinta, analistas políticos, sociólogos y expertos. Probablemente no haya un solo motivo, sino un cúmulo de frustraciones que precisaban expresarse y esperanzas queriendo ponerse en camino y actuar para convertirse en presente.
Posiblemente la conciencia humana haya alcanzado el nivel de saturación cuando la injusticia y la mentira de destrucción masiva son tan aberrantes que aceptarlas nos convertiría en cómplices o simplemente en nada.
Los que se creen dueños del planeta y, en este caso señores de la guerra, han conseguido atentar a los componentes básicos del ser humano; la sensibilidad, la inteligencia y la experiencia.
La inteligencia no puede admitir el cúmulo de sinsentidos, contradicciones y mentiras evidentes con las que han pretendido conformar la coartada de la invasión de Irak y el saqueo de sus recursos naturales. Los sentimientos de la humanidad no toleran esta espantosa cuenta atrás, esta sentencia a plazo fijo sobre un pueblo inerme, este pasillo de la muerte para el pueblo de Irak, esta pena de muerte inapelable. La experiencia colectiva sobre los resultados de la guerra, de cualquier guerra, es sobre todo una experiencia de los pueblos que son quienes ponen los muertos, padecen calamidades y sobre quienes cae la destrucción con toda su secuela.
Y la conciencia dice que, a estas horas, ya miles de personas en Irak cuentan sus horas, que miles de personas tienen las horas contadas, que miles de personas en Irak ya están muertas a los efectos de la contabilidad perversa del coste de la guerra.
La conciencia es saber y abominar de que todos esos muertos, mutilados, huérfanos, humillados, destruidos, son el precio del petróleo y del poder.
La conciencia obliga a rechazar la fatalidad de que con la ONU a su servicio o sin ella, el presidente de los Estados Unidos ya lo había decidido y, a partir de ese momento, conceptos y personas empezaron a morir.
Tendríamos que salirnos de la escala degradante de calificativos aplicables a una guerra para encontrar una expresión aproximada a esta manera de crear un conflicto para eliminarlo, llevándose de paso por delante siglos de búsqueda de lógica y esperanza para las relaciones entre los pueblos.
No puede llamarse intervención, intervención armada es lo que los Estados Unidos llevan haciendo sobre Irak desde hace doce años. No es una guerra defensiva; no es, por lo tanto, una guerra justa. No es una guerra legítima, ni legal. Ni siquiera se le puede aplicar ese concepto aberrante de guerra preventiva porque no previene nada, más bien precede; sienta precedente para nuevas calamidades y rencores más dilatados, extensos y profundos.
Por no ser, no es ni siquiera una guerra porque no hay enemigo a desarmar, porque se le venció y desarmó hace doce años y desde entonces se le ha venido desarmando hasta la enfermedad y la inanición, hasta de medicinas y alimentos. Solo queda por desarmarle de petróleo.
Por ser, es un ataque de destrucción masiva, una invasión con vocación de masacre cuya dimensión es improbable que lleguemos a conocer una vez desarmada, cautiva, mutilada y desfigurada la verdad del cuento. La Scherezade que soportó al califa no sobrevivirá a la noche sin luna de los misiles sobre Bagdad.
Tras innumerables guerras, los agotados países intentaron poner en pie un observatorio que permitiera, al menos, analizar las relaciones internacionales a la luz de otro modelo. La ONU es, desde luego, un marco imperfecto por su sistema de participación desigual de los países y su vulnerabilidad ante las potencias hegemónicas. La ONU puede ser también una derrota más en esta guerra contra el sentido común y la decencia internacional; tanto si accede presionada por la fuerza del imperio al uso de la fuerza contra Irak, como si Estados Unidos cumple su amenaza y perpetra la invasión. La ONU no tiene más futuro que ponerse inequívocamente al lado de la paz y esto significa no a la guerra.
No hay autoridad si hay más de un rasero; ciertamente la ONU debe impedir la fabricación, posesión y utilización de armamento de destrucción masiva, debe investigar y rechazar toda esa potencia destructiva la use quien la use, la tenga quien la tenga. Si se autoriza el uso de la fuerza, si consiente en arrasar un país, tendremos que concluir que la ley es del más fuerte y que al más fuerte no se le aplica la ley.
Hasta ahora, tenemos la constancia de que el mayor investigador, fabricante, vendedor, poseedor, el que más veces ha utilizado ese armamento despreciable está dinamizado por las sucesivas Administraciones de los Estados Unidos de Norteamérica, y es su ejercito quién ha sembrado con ellas el terror y la desolación a lo largo del mundo.
Bienvenidas las inspecciones de armamento sobre Irak si son las primeras de una estrategia mundial para el desarme
Bienvenido sea un Tribunal Penal Internacional, que juzgue los crímenes de guerra, los genocidios, la crueldad; bienvenido será si nadie se excluye de su alcance.
Para bien de la dignidad humana hay algo en esta gran movilización mundial que no necesita interpretes, los pueblos han negado la mayor y han dicho ¡No a la guerra!