2012, 10 de diciembre. La Voz de Cádiz.
Hace más de cincuenta años la tragedia de la Segunda Guerra Mundial infundió en los pueblos la necesidad de establecer unos mínimos elementos de convivencia que sirvieran de prevención a la barbarie; fue una declaración de intenciones más que un programa efectivo de actuaciones o un compromiso firme de avanzar, pero, aún así eran el marco de una esperanza colectiva y una referencia para los más débiles.
A cincuenta y cuatro años de la Declaración Universal de Derechos Humanos asistimos al penoso espectáculo de la vuelta de tuerca al sentido común, a la inteligencia y a la esperanza de las personas y los pueblos que habitan el planeta, ejercida una vez más por los más fuertes.
Durante los años posteriores a la Declaración Universal de Derechos Humanos hemos asistido a procesos de distinto signo, en los que se alternaban desarrollos legislativos que incorporaban derechos civiles y políticos con golpes de estado que los eliminaban junto con las vidas de quienes los defendían. En lo referente a los derechos económicos y sociales, la inmensa mayoría de los gobiernos siempre fueron renuentes cuando no francamente hostiles no sólo a su aplicación, sino simplemente a reconocerlos como derechos del común de las gentes.
Los gobernantes se habituaron a la utilización cínica y oportunista de los derechos humanos como adorno de los discursos electorales y los días de fiesta, o como justificación diferida de actuaciones discutibles del tipo: “esto no es lo que parece, no es que esté limitando el derecho de huelga sino defendiendo el derecho al trabajo”; “no es que esté expulsando a los inmigrantes, es que estoy amparando su libertad como trabajadores”. Y de este orden y tenor son las manipulaciones con que desde el poder se abordan los derechos humanos.
Con los acontecimientos del 11S se revela el argumento definitivo para la abolición de los derechos humanos en su dimensión ética y universal.
Perdieron su dimensión universal, porque de resultas de ese día y su tragedia los derechos humanos han dejado de ser de aplicación a todos y todas, para ser de uso restringido a los supuestamente buenos, con la circunstancia agravante de que la definición de buenos la hace el que es juez, parte y ejecutor.
Planificar y justificar la guerra en defensa de un estilo de vida, o de unos intereses; que esa guerra no tenga un enemigo identificado ni un espacio definido, acuñar el concepto mismo de guerra preventiva, y que esos criterios sean aceptados, tolerados o siquiera soportados, es mucho más que una perversión del lenguaje es el sueño que ningún dictador a escala planetaria se hubiera atrevido a confesar. A partir de ahí, quien tiene el poder económico y la fuerza de las armas puede hacer lo que quiera, donde quiera, mientras quiera, contra quien designe en cada momento. En esta dinámica, el estilo de vida que se defiende estará basado primero en la eliminación del contrario, luego en la eliminación del distinto y, finalmente, en la supresión del otro.
La dimensión ética de los derechos se desvanece cada vez que se argumenta que el fin justifica los medios, que acabar con el terrorismo justifica el uso de medios igualmente terribles, que hay que sacrificar la libertad y la justicia en aras de la seguridad y que, por lo tanto, pueden dejarse sin vigencia las garantías democráticas, la verdad, la información, la ley, la prueba y la evidencia. No hay seguridad alguna para el mundo en la concentración de poder omnímodo que se le otorga a Bush, en la sumisión con la que los organismos internacionales acatan sus dictados, ni en la forma en que nuestro gobierno le porta el estandarte. No hay dimensión ética que sobreviva a los bombardeos masivos y a las intervenciones militares autodenominadas “humanitarias”
No es poca cosa lo que nos sucede. Quienes defendemos que los derechos son universales y por tanto aplicables a todos sin excusas ni excepciones, estamos bajo sospecha. Sospechosos de discrepar del pensamiento único, sospechosos por exigir que se defina al sospechoso y se aporten las pruebas para condenarle. Sospechosos de tibios en la condena del condenado sin juicio. Sospechosos si tratamos de buscar el origen del conflicto. Sospechosos si alertamos de que determinadas intervenciones no acaban con el problema, sino que generan más y mayores sufrimientos.
Cientos de años de evolución del pensamiento humanitario, fundamentos jurídicos y lucha por la democracia están cayendo como el polvo del derrumbe de las torres gemelas sobre los supervivientes.
Todo lo que fue el intento de poner bases para sostener nuevas formas de relación social, las piezas que constituyeron voluntad de convivencia, la frágil arquitectura de los derechos humanos hoy estorba a los poderosos y se está desmenuzando en polvo sospechoso.