2006, 12 diciembre. Redes Cristianas.
No es baladí preguntarse por la salud de los derechos humanos al cumplirse el 58 aniversario de la proclamación por la ONU de la Declaración universal de los Derechos Humanos el 10 de diciembre de 1948. No lo es aunque reclamarse defensor de los derechos humanos se haya convertido en muletilla que acompaña a todos los discursos políticamente correctos. De forma unánimemente sospechosa, todos los protegen, todos los defienden.
Reconozcamos de entrada que, pese al inevitable recelo, ello tiene no poco de positivo por cuanto implica suscribir que la Declaración Universal de Derechos Humanos y el conjunto de Tratados y Convenios Internacionales que forman la arquitectura de la protección de derechos son el reconocimiento a la dignidad humana y la referencia imprescindible para en el camino hacia una sociedad más justa e igualitaria.
Pero pese a ese reconocimiento, pese a todo lo que implica de referencia, nos atrevemos a diagnosticar que los derechos humanos se encuentran hoy en peligro. Que sufren una política consciente de acoso y desgaste cuyo objetivo es vaciarlos de contenido.
Hace meses asistimos con estupor a la firma del acuerdo con EE.UU. por parte de la Unión Europea por el que se facilitarán decenas de datos de los pasajeros aéreos y que supone como ha señalado la AEDH un ataque intolerable al respeto de la vida privada y a los derechos humanos.
El pasado 29 de septiembre, el Congreso de los EE.UU. daba el visto bueno a la Ley que en la práctica legaliza la tortura, poniendo en cuestión, letra sobre letra, la Convención de Ginebra y la propia Declaración Universal.
En el contexto de la “lucha contra el terrorismo” el gobierno de EE.UU. ha liderado el desmantelamiento de toda la arquitectura internacional de derechos humanos. Con la complicidad o la inacción de los gobiernos de la “Comunidad Internacional”, el gobierno estadounidense ha recurrido masivamente a las detenciones y cárceles secretas, a las desapariciones forzadas, a las detenciones indefinidas sin cargos, a las detenciones arbitrarias, y a la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. Miles de personas siguen detenidas indefinidamente bajo custodia militar estadounidense en Irak, Afganistán y Guantánamo tal como de forma angustiosamente insistente ha venido señalando Amnistía Internacional.
La propia invasión de Irak no fue sino una muestra más del desprecio hacia esa arquitectura, en este caso hacia la Carta de las Naciones Unidas. El ataque al Líbano sólo fue condenado por lo desproporcionado de la reacción israelí y no por la ruptura de ese marco en el que la Carta de las Naciones Unidas regula los conflictos entre Estados.
Las legislaciones de excepción tienden a extenderse como la pólvora entre los países democráticos. Con el objetivo de la lucha contra el terrorismo. Una lucha y contención que es absolutamente legítima pues toda sociedad tiene el derecho a protegerse de barbaridades tan escalofriantes como los atentados de Madrid.
Pero una lucha en la que no pueden traspasarse los límites del Estado de Derecho, en la que no se puede permitir que se vulneren los derechos fundamentales que tanto trabajo ha constado reflejar en leyes, constituciones y tratados. Si no se quiere que el fundamento mismo de nuestras sociedades, los valores que nos inspiran, queden seriamente dañados.
Las voces que claman, que exigen, que nos olvidemos de los principios jurídicos del estado de derecho son fuertes y poderosas. Y no pocas veces consiguen influir en una opinión pública atravesada por los miedos e inseguridades del mundo presente.
Afortunadamente junto a ello surgen indicios de acción desde la sociedad civil o desde las instituciones más cercanas a ella que exigen que el respeto escrupuloso a los derechos humanos, a todos los derechos humanos.
LA IGUALDAD INALCANZABLE
En todo caso, si la libertad se encuentra amenazada en la cuna que la hizo crecer, la igualdad, que fue parte del mismo grito, apenas consigue abrirse un pequeño espacio en un mundo donde la desigualdad gobierna el planeta. Los derechos humanos de lo que llamamos segunda generación, aquellos asociados a la igualdad, los derechos económicos y sociales, apenas han iniciado el camino del reconocimiento y la garantía.
La distancia entre países ricos y empobrecidos se agranda. Los constata la ONU y todos manejamos las cifras escalofriantes de la pobreza y la miseria, la existencia de cientos de millones de personas en el mundo en el límite mismo de la supervivencia. Cifras que conviven con cifras. Datos que bailan juntos para señalarnos que en el mundo campea la injusticia.
• A finales del siglo XX, los habitantes de Europa y EE.UU. gastamos 17.000 millones de dólares en alimentos para animales, pero no logramos invertir los 13.000 millones de dólares anuales necesarios para eliminar el hambre
• En el año 2000 la UE subvencionó con 913 dólares a cada vaca de su territorio, mientras destinaba 8 dólares a cada persona africana para ayudarla a salir de la pobreza
• 70 personas concretas europeas tienen una riqueza superior a la renta de 1.455 millones de personas pobres en Asia.
• La financiación anual del programa contra el sida y la malaria es igual a lo que se gasta durante medio día en la ilegal guerra de Irak
La pobreza extrema junto al despilfarro y la opulencia. A veces separadas tan solo por una estrecha franja 14 kilómetros de agua.
Y los objetivos y planes para acortar la brecha entre ricos y pobres, son sistemáticamente ignorados, como sucede ahora con los objetivos del milenio, inalcanzables ya casi antes de formularlos.
Es verdad que en la Unión Europea franjas sociales situadas en lo que la ONU ha denominado la pobreza absoluta, es decir las personas cuyos ingresos apenas les permiten la supervivencia vital, son muy reducidas. Pero también es cierto que el enriquecimiento global que se viene produciendo en los llamados países desarrollados (en gran parte gracias al expolio e imposición de mercado a los países empobrecidos) va acompañado de una cada vez más clara dualización, con la perpetuación e incluso incremento de las franjas de población situadas en la pobreza y en la exclusión social.
Es fácil que convengamos que no es ajeno a ello el progresivo desmantelamiento del Estado del Bienestar que en buena parte de Europa se forjó tras las II Guerra Mundial. Para la estrategia del neoliberalismo de crecimiento ilimitado y obtención del máximo beneficio, estorban muchos derechos sociales, aunque el coste sea el propio ser humano.
Son necesarias otras prioridades hoy ausentes. En el día de los derechos humanos, modestamente, nos atrevemos a plantear que la pobreza tiene que convertirse en agenda política, en prioridad presupuestaria, en política concreta, en acción social y económica.
Es un deber moral, es una cuestión de justicia y de derechos humanos.
¿Quiénes son los que sufren? No sé, pero son míos.
Pablo Neruda (versos del capitán)