2006, 19 de abril. Noticias Locales
La fugacidad es norma en nuestras vidas. Lo que es de actualidad hoy ya no lo será mañana. Han transcurrido tan sólo unos días y parece como si hubiera pasado una eternidad. Pero la Semana Santa si por algo destaca es por su vocación de trascendencia. Así que no creo fuera de lugar unas reflexiones al hilo de la misma, aunque hayan pasado esos días que parecen ya lejanos.
Es preciso empezar reconociendo que la Semana Santa de una u otra forma a todos cuestiona y a todos afecta.
Se trata de entrada de una celebración que entiendo llena de sentidos contradictorios. Para muchos es seña de identidad andaluza: lo religioso como parte de lo cultural y como parte de ser andaluz. Para otros muchos resulta una manifestación de hondo contenido artístico o una forma de pasarlo bien. Para otros, no pocos, una molestia. Y para otros, supongo que también muchos, un momento de sentimiento religioso, lleno de introspección y símbolos del martirio y resurrección que dan sentido a toda la religión cristiana.
Situados en este ámbito, el de los sentimientos religiosos, o, de forma mas precisa si se quiere, en el del ámbito de la moral y la ética, creo que hay una excesiva y reiterada exaltación del dolor, del sufrimiento, de la penitencia, del martirio… como forma de poder llegar a la resurrección que es la esperanza de otra vida, se supone que distinta y mejor. No me siento cómodo en esa visión tan trágica del vivir que nos dice que sólo el sacrificio, el dolor y el sufrimiento nos harán merecedores de la verdadera vida. Me parece a veces, y perdónenme las personas más creyentes, una recreación algo morbosa. Es una celebración en la que la alegría parece como fuera de lugar: el centro de todo es la pena y la tristeza. No digo que así sea, pero parece justificar la tragedia y el drama, como considerándolas la puerta necesaria para conseguir un mundo diferente.
Incluso parece un llamado a la resignación y al dejar hacer, cosa en cierto modo contradictoria con una vida de Jesús, si creemos a los evangelios, llena de rebeldía y emplazamiento (“no he venido a traer paz a este mundo”).
Ya digo, no me resulta cómoda ni me siento identificado con esta concepción de la vida y la muerte. Me encuentro más cómodo considerando que la recreación de la Semana Santa es la denuncia de la intolerancia, de aquellos, romanos o judíos da igual, que fueron incapaces de aceptar ideas diferentes, de tolerar mensajes de amor y convivencia. Y que en su intolerancia, sólo podían recurrir al castigo, la humillación y la muerte, de la forma más cruel y degradante posible.
Ven Vds. Me resulta más cercano y actual ese hermoso mensaje de la Semana Santa.
Pero no parece una cosa compartida. Hay quien ve en esta celebración sacra, entre ellos la pregonera de la Semana Santa de Puerto Real de este año, como una afirmación de lo propio, frente a lo que se considera ajeno y extraño, como un llamamiento a la pureza y un rechazo a la mezcla. Que ve en la convivencia y la interculturalidad una, no por inconcreta menos peligrosa, amenaza para nuestra identidad y esencias.
Pero si de identidades hablamos, tendremos que convenir que en buena medida nuestro pueblo andaluz, es en sí mismo el mejor ejemplo de mezcla cultural y de intercambio de razas y pueblos. Somos lo que somos (incluso para sacar pasos y cantar inmensas saetas) porque antes fuimos visigodos y árabes y luego hasta un poco franceses y algo americanos. Sí somos producto de la mezcla, la convivencia y la interculturalidad. Y, pese a quien pese, también la Semana Santa es mezcla, tolerancia y convivencia. O al menos debiera serlo.