2000, 4 de enero – Diario de Cádiz

El mundo asistió por unos momentos con el corazón encogido a la amenaza milenaria de los sistemas de seguridad y las cuentas corrientes. Desde la modesta tostadora hasta los titánicos misiles, cualquier instrumento cuyo funcionamiento dependiera del minúsculo chip que nos regula era mirado con sospecha como un posible disruptor de nuestra vida. Hasta el alumbrado navideño, más que parpadear parecía emitir señales cómplices de la conjura informática.
El temor, cuidadosamente alentado por los emisores mediáticos, retroalimentó su propia industria. No se reparó en gastos: medios materiales, recursos técnicos, anuncios de televisión, gabinetes de crisis, consejos de dirección, telefonistas y ferroviarios, cajeros automáticos y fuentes públicas, todo se movilizó contabilizándose en miles de millones de dólares que pasarán a engrosar los el producto interior bruto como actividad económica.
Se fue el año y no hubo nada… ¿nada? No. En Cádiz saltó una alarma. Un cajero automático en el que un mendigo trataba de pasar la noche a cubierto del frío con cartones de embalaje o de vino barato, que los dos calientan o al menos engañan en el helor de la madrugada.
Por un momento la tecnología se alió con los más pobres y nos dio la señal de alarma: el efecto 2.000 era en realidad soledad, miseria y olvido para quienes no se despiertan con el zumbido del despertador programado, el aroma de la tostadora y el café programado o el calor de los termostatos programados.
La sirena de esta alarma singular en la nochevieja quiso avisarnos de la existencia de quienes están al margen, los marginados; de quienes están fuera, los excluidos. Pero se la consideró una falsa alarma, porque a los poderosos que organizaron todo el montaje del efecto 2.000 no les interesaba ese aviso. No era eso lo que buscaban y nadie encuentra lo que no quiere encontrar.
Esa alarma que saltó la noche de San Silvestre en un minúsculo cajero automático de una ciudad llamada Cádiz en la Europa de un mundo globalizado, tal vez podría ser suficiente para reconciliarnos un poco con la tecnología a la que atribuimos con frecuencia una frialdad que habita mas bien en el corazón de los seres humanos.